China pasa del milagro al estancamiento y amenaza con cambiar la economía global

Javier Ruiz

Durante décadas, China ha sido el gran motor del crecimiento mundial. Su modelo, basado en una combinación de inversión masiva, endeudamiento y exportaciones, ha permitido que el país mantenga tasas de crecimiento muy superiores a las de las economías avanzadas y, por el camino, se haya convertido en la llamada gran fábrica del mundo.

Hoy, según muchos analistas, ese engranaje muestra signos claros de agotamiento, puesto que por encima de una desaceleración coyuntural, la economía china se enfrenta a un problema de fondo: el modelo que sostuvo su expansión durante años ha perdido eficacia y el nuevo, centrado en el consumo interno, no termina de consolidarse.

El límite del “milagro chino”

El riesgo al que se enfrenta el país asiático no es un simple bache, sino caer de bruces frente a un periodo prolongado de estancamiento con consecuencias que van más allá de sus fronteras.

Para entender el porqué, se debe tener presente que el crecimiento chino se apoyó durante años en una fórmula relativamente estable: inversión pública y privada a gran escala, fuerte expansión del crédito y una orientación exportadora que aprovechó la globalización.

En este marco, infraestructuras, vivienda, industria pesada y capacidad productiva crecieron a un ritmo sin precedentes, absorbiendo millones de trabajadores y elevando la renta media.

Sin embargo, ese patrón presenta actualmente rendimientos decrecientes. Organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) llevan tiempo advirtiendo de que el exceso de inversión y el elevado endeudamiento, sobre todo en los gobiernos locales y en el sector inmobiliario, están lastrando el potencial de crecimiento de China.

En su última revisión del país, el FMI subraya que el modelo basado en inversión y deuda es cada vez menos sostenible y que la economía necesita un reequilibrio profundo hacia el consumo.

El Banco Mundial coincide en el diagnóstico: el crecimiento impulsado por la inversión ha generado desequilibrios financieros y un uso ineficiente del capital, lo que limita la capacidad de China para mantener ritmos elevados de expansión a medio y largo plazo.

El caso contrario (seguir creciendo mediante más inversión forzada) implica hoy aumentar la deuda sin mejorar de forma proporcional la productividad, un camino que estrecha cada vez más el margen de maniobra de Pekín.

De la recuperación al riesgo de estancamiento

Tras la pandemia, muchos analistas describieron la evolución china como una economía en forma de K. Este concepto no es una sigla, sino una metáfora visual: algunos sectores y grupos sociales se recuperan con rapidez (la rama ascendente de la K), mientras otros permanecen estancados o en retroceso (la rama descendente).

El problema es que esa recuperación desigual corre el riesgo de transformarse en una trayectoria en forma de L, otra representación gráfica habitual en macroeconomía. En una economía en L, tras una caída inicial no se produce una recuperación clara, sino un periodo prolongado de crecimiento débil y estancamiento.

Ese es el escenario que empieza a preocupar a los analistas: que China no vuelva a tasas de crecimiento cercanas a las del pasado, sino que quede atrapada en un ritmo bajo durante años.

El gran cuello de botella

La estrategia oficial de Pekín pasa desde hace tiempo por reequilibrar la economía hacia el consumo doméstico. En teoría, un país con más de 1.400 millones de habitantes debería contar con un enorme potencial de demanda interna. En la práctica, ese pilar sigue siendo frágil.

El consumo de los hogares representa en torno al 38 % del PIB, un porcentaje bajo en comparación con las economías avanzadas. Datos de la Oficina Nacional de Estadística de China muestran que, pese a los estímulos, el gasto de los hogares crece a un ritmo contenido, lastrado por la incertidumbre laboral, la crisis inmobiliaria y un sistema de protección social limitado que incentiva el ahorro precautorio

Este comportamiento reduce la capacidad del consumo para sustituir al viejo motor de la inversión. Mientras los hogares no ganen peso real en la economía, China seguirá dependiendo de estímulos que generan menos crecimiento y más deuda.

Asimismo, la desaceleración china no es un fenómeno aislado. Durante años, su expansión sostuvo la demanda mundial de materias primas, bienes industriales y productos intermedios. Una China creciendo menos implica menor tracción para las economías exportadoras dependientes de sus compras.

Además, la debilidad del consumo interno empuja a las empresas chinas a buscar salida en los mercados exteriores, intensificando la competencia global y aumentando las tensiones comerciales en un contexto ya marcado por la fragmentación geopolítica.

China no afronta una crisis súbita, pero sí un ajuste prolongado en el tiempo. La decisión de abandonar un modelo que funcionó durante décadas sin provocar una desaceleración brusca es un equilibrio delicado.

El reto de fondo pasa por aceptar un crecimiento más bajo, redistribuir renta para reforzar el consumo y gestionar una elevada carga de deuda sin desestabilizar el sistema financiero. Hasta que ese nuevo equilibrio no se consolide, el riesgo de un estancamiento prolongado seguirá presente.

Lo que está en juego no es solo el futuro económico de China, sino el impacto que su transición tendrá sobre la economía global, construida durante años alrededor de su crecimiento.

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