Habemus nueva polémica. El nuevo Estatuto del Becario, aprobado por el Consejo de Ministros y concebido con la intención de mejorar la protección de los estudiantes en prácticas, ha generado inquietud entre universidades, empresas y fundaciones que advierten de su posible impacto negativo sobre la oferta formativa.
El texto, que todavía debe ser validado por las Cortes Generales, llega más de dos años después de la firma del acuerdo entre el Ministerio de Trabajo y los sindicatos.
Su aplicación supondrá un cambio profundo (e histórico) en la gestión de las prácticas académicas, y aunque pretende garantizar derechos, también plantea dudas sobre su sostenibilidad y su efecto real sobre el mercado de la formación.
Un proyecto no ajeno a tensiones políticas y sociales
Desde su anuncio, la norma ha evidenciado divisiones dentro del propio Gobierno. Mientras el Ministerio de Trabajo y Economía Social defiende el texto como un avance en la regulación del empleo en prácticas, sectores del PSOE consideran que la propuesta carece aún de madurez técnica y de consenso institucional.
Esta falta de acuerdo ha ralentizado su tramitación y ha alimentado el debate sobre su alcance.
El nuevo marco normativo afecta directamente a miles de estudiantes de formación profesional y universitarios, cuyas prácticas curriculares y extracurriculares constituyen una parte esencial de su desarrollo académico.
Sin embargo, la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades Españolas (CCS) ha mostrado su preocupación por las consecuencias que podría tener la norma en su diseño actual.
Su presidente, Antonio Abril, ha señalado que el texto no ha sido consensuado con la comunidad educativa ni con los ministerios de Educación y Universidades, pese a que regula un pilar fundamental del sistema formativo.
Sobrecarga para las universidades y freno a la cooperación educativa
Las universidades advierten de que las nuevas exigencias implicarán una sobrecarga de gestión y de recursos que muchas instituciones no podrán asumir sin afectar la calidad del programa educativo.
Además, el incremento de los requisitos administrativos y la mayor responsabilidad económica podrían desincentivar la colaboración con empresas y entidades sociales.
La CCS sostiene que la norma convierte las prácticas en una actividad menos accesible y menos atractiva, especialmente para las pequeñas y medianas empresas, que conforman más del 90 % del tejido productivo.
Estas organizaciones, al enfrentarse a nuevos compromisos económicos y de gestión, podrían reducir o cancelar su participación en convenios de cooperación.
El resultado sería una disminución significativa en la oferta de prácticas, justo en un momento en que el acceso a la experiencia profesional es clave para la empleabilidad juvenil.
Una medida que puede limitar las oportunidades
Entre los puntos más polémicos del nuevo estatuto se encuentra la obligatoriedad de remunerar todas las prácticas, incluso las curriculares que forman parte de los planes de estudio.
Aunque esta medida busca evitar abusos y situaciones de precariedad, su aplicación generalizada podría tener el efecto contrario al esperado.
Y es que, la imposición de una compensación económica uniforme y la limitación de las prácticas extracurriculares a un máximo de 480 horas en cuatro años puede llegar a alterar el equilibrio actual.
Esto no solo restringe la flexibilidad de los programas, sino que reduce la capacidad de los estudiantes para adquirir experiencia en entornos reales.
Las entidades del sector público y las organizaciones sin ánimo de lucro —que acogen más del 60 % de las prácticas universitarias— serían las más perjudicadas, al no disponer de presupuesto suficiente para asumir los nuevos compromisos financieros.
La brecha entre regulación y realidad
Otro argumento que cuestiona la necesidad de esta norma es la baja incidencia de irregularidades en el sistema actual.
Desde 2024, todas las prácticas cotizan a la Seguridad Social, lo que ya supone un avance en materia de derechos. Los datos del Ministerio de Trabajo indican que de 4.194 inspecciones realizadas, solo 1.598 presentaron irregularidades, aunque sean mínimas.
Penalizar a todo el sistema por las infracciones de una minoría, advierten los expertos, podría ser contraproducente y restar agilidad a los programas formativos.
El sector académico insiste en que la prioridad debería ser fortalecer la colaboración entre universidades, empresas y administraciones públicas.
El Libro Blanco de las Prácticas, elaborado de forma conjunta por los rectores, la CEOE, la Cámara de Comercio y el Consejo de Estudiantes Universitarios, ya proponía medidas para mejorar la supervisión sin imponer nuevas cargas. Sin embargo, la actual propuesta parece ignorar parte de esas recomendaciones.
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