La semana pasada saltaba a las páginas de los periódicos la historia de Giuditta Russo. Se trata de una abogada italiana que, en realidad, no es abogada... pero vayamos al principio. Giuditta Russo era una joven a la que apasionaba el mundo del derecho. Estudiaba mucho... pero sin hacer la carrera. Sin embargo, hizo creer a todo su entorno personal y profesional que sí, que iba aprobando exámenes, pasando curso... y hasta obteniendo una matrícula en la presentación de una tésis ficticia. Con este curriculum brillante (aunque falso) empezó a desarrollar su carrera profesional en un despacho de abogados. Haciéndolo, además, de forma extraordinariamente eficaz. Porque si bien no había obtenido título ninguno, sus conocimientos y pasión por el derecho estaban ahí.
Sin embargo, pese a tener unos registros fantásticos de éxito en el desempeño de su labor, en algún momento se derrumbó y sintió la necesidad de confesar su falta. Producto de su confesión, se sienta ahora como imputada en los tribunales, acusada de ejercer ilícitamente la abogacía.
Y aquí es donde quiero yo traer el debate.
Resulta que esta persona demuestra de forma consistente a lo largo de los años su conocimiento y sus habilidades en su campo laboral. Pero como no tiene el título, no vale para nada. Y yo me pregunto... ¿cuántas personas hay con un título que no tienen ni la mitad del conocimiento ni la mitad de sus habilidades? Resulta que en este caso (y obviamente este caso lo tomo como una vía para ilustrar una tendencia en el mercado laboral) estamos privando a una persona de ejercer de forma notable su profesión por el hecho de no tener un título, mientras que se permite que lo hagan a mediocres... ¿no sería razonable que, por encima del título (que todos sabemos hasta qué punto puede demostrar conocimientos y habilidades o o no), se valore la capacidad profesional de una persona?
Está claro que esa valoración es más difícil que una mera certificación de "tiene título" o "no tiene título". Pero sería más eficaz...