En España se repite un mantra cada vez que surge el debate sobre los salarios: “no crecen porque la productividad es demasiado baja”. Parece el argumento favorito de organismos internacionales, economistas y patronales.
Sin embargo, la evidencia reciente cuestiona de raíz esta explicación. Los datos parecen ir en otra dirección y es que el estancamiento salarial no responde tanto a la productividad como a otro factor más silencioso: la debilidad sindical.
El relato oficial
Desde los años 90, la brecha entre productividad y salarios no ha dejado de crecer en casi todos los países desarrollados. En España, la productividad por hora ha avanzado cerca de un 30 % entre 1990 y 2022, mientras que los salarios reales apenas han mejorado un 11,5 % en el mismo periodo.
La explicación que se perpetúa es que los sueldos no se incrementan porque la productividad tampoco lo hace. Sin embargo, diferentes estudios académicos muestran que el vínculo entre ambas variables está mucho más condicionado por el poder de negociación de los trabajadores que por la eficiencia de la economía.
El economista Carlos Ares lo resumía así en un reciente análisis: “Hay una relación causa-efecto entre la pérdida de poder adquisitivo y la debilidad sindical”. Cuando los sindicatos son débiles, las empresas pueden individualizar las relaciones laborales, permitiendo que directivos y perfiles con más poder pacten sus sueldos de forma personal.
Lo anterior da como resultado una redistribución de la masa salarial cada vez más desigual, que poco o nada tiene nada que ver con la productividad. El problema no es nuevo: desde hace más de cincuenta años, Estados Unidos y buena parte de Europa cuentan con una fuerza sindical cada vez más reducida, que se traduce en una menor capacidad de los trabajadores de captar una parte justa de la riqueza que generan.
Siguiendo esta línea de investigación, algunos estudios como Unions aren’t just good for workers—they also benefit communities and democracy (Los sindicatos no sólo son buenos para los trabajadores, también benefician a las comunidades y la democracia) demuestran que allí donde los sindicatos mantienen peso, los salarios suben más y las comunidades prosperan.
La presión sobre salarios
Una investigación publicada en el Financial Times por Daron Acemoglu (MIT) y Daniel Le Maire (Universidad de Copenhague), entre otros, refuerza la idea anterior: los CEOs con formación en escuelas de negocio (MBA) no aumentan la productividad, las ventas ni la inversión. Por el contrario, sí permiten reducir salarios y la parte de ingresos que va destinada a pagar por el trabajo.
Los datos demuestran que, tras cinco años con un CEO con MBA, los sueldos son un 6 % más bajos y la cuota de ingresos laborales cae cinco puntos porcentuales en EE. UU. A su vez, en Dinamarca, las cifras son del 3 % y 3 puntos, respectivamente.
En este sentido, el patrón es claro: las ganancias se dirigen hacia los accionistas —recompras de acciones, dividendos— mientras se debilita la posición salarial de los trabajadores. Una dinámica que nada tiene que ver con productividad, pero sí con la ideología empresarial.
El think tank CEPR (VoxEU) va un paso más allá. El equipo ha demostrado que la desigualdad salarial interna reduce la capacidad de los sindicatos para organizarse.
Los empleados con mayor poder de negociación individual prefieren alejarse de la negociación colectiva, lo que obliga a los sindicatos a estrategias defensivas y limita su agenda salarial. La conclusión es paradójica: la desigualdad no solo es consecuencia de la falta de sindicatos, también es una de sus causas.
Más sindicatos, mejores comunidades
El Economic Policy Institute aporta cifras reveladoras. Entre 1979 y 2024, los salarios medios crecieron más en los estados con mayor densidad sindical.
Además, los hogares en esas regiones tuvieron ingresos 12.300 dólares superiores a los de estados con baja presencia sindical y presentaron menos población sin seguro médico y mayor acceso al seguro de desempleo.
Así, la presencia sindical no solo redistribuye ingresos, sino que refuerza el tejido comunitario y la democracia local.
En el caso español, se mantiene una dinámica similar: la reforma laboral de 2012 debilitó la negociación colectiva, favoreciendo el peso del convenio de empresa frente al sectorial. En 2021, la nueva reforma trató de revertir ese desequilibrio, devolviendo fuerza a los sindicatos, pero sin el éxito esperado.
Con los datos en la mano, se desmonta el mito de que “los salarios no suben porque los trabajadores no son productivos”. Parece tener más sentido afirmar que los frutos de esa productividad no se reparten (y en este reparto el papel de los sindicatos vuelve a ser central).
Ares apunta en su publicación a algo capital: ningún derecho laboral —de la jornada de ocho horas al salario mínimo— fue fruto de la generosidad empresarial. Todos nacieron de la lucha colectiva y del poder de negociación entre las partes implicadas.
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