Resulta un poco paradójico que colabore para hablar de economía doméstica, carrera profesional o finanzas personales y que, una de las primeras cosas que diga, sea que los consejos de ahorro, por buenos que sean, no suelen funcionar.
Muchos conocen hasta la última estrategia y, sin embargo, siguen teniendo problemas en ese sentido. ¿Por qué?
Principalmente, porque la psicología y la economía personal están muy unidas, de modo que es necesario ir más allá del consejo racional si queremos resultados.
Algunos de esos aspectos psicológicos e «irracionales» de las decisiones económicas le valieron un Nobel a Richard Thaler (aunque su famoso libro Nudge está en el punto de mira, porque los experimentos y datos expuestos no se replican), así que es importante ahondar en esa vertiente, aunque con mejores referencias.
El tema da para un libro y hay muchas razones, pero quiero centrarme en los 2 motivos principales por los cuales los consejos de ahorro no funcionan para mucha gente, incluso cuando son buenos.
Saber esto puede ayudar a ahorrar más
Conocer lo que vamos a ver también nos permitirá reconocerlo cuando suceda y darnos cuenta de cuándo nos está afectando.
No me voy a meter demasiado en conceptos como la reactancia (en sentido psicológico), pero es la tendencia innata a resistir cualquier intento de coartar nuestra libertad, manipularnos o hacer lo que nos mandan. Cuando nos damos cuenta de que alguien está intentando eso, o detectamos mecanismos en ese sentido, esa reactancia surge de manera natural y nos resistimos.
O como dice el viejo proverbio de marketing: «Amamos comprar, pero no nos gusta que nos vendan».
Si desconocemos estos dos factores, la reactancia ante ellos no surge y lo que vamos a ver realiza su labor inconscientemente y sin oposición, ahorrando menos en la práctica, aunque sepamos la teoría.
Y el primer motivo de por qué no funcionan los consejos de ahorro es que, simplemente, ahorrar no va con nosotros.
1. Las personas no estamos hechas para ahorrar
Con los consejos de ahorro ocurre lo que llamo: «El problema de la ensalada». Que todos sabemos que hay que elegirla, pero los índices de obesidad crecen porque estamos hechos biológicamente para desear la hamburguesa.
Saber la teoría del ahorro no garantiza nada, porque hemos evolucionado para no pensar en el futuro. Dentro de los muchos sesgos cognitivos que tenemos existe el llamado «descuento hiperbólico», un viejo conocido de los economistas.
Este sesgo hace que tengamos una tendencia innata a valorar mucho más pequeñas recompensas inmediatas que mayores recompensas futuras, algo comprobado desde hace bastante, en muchos estudios que sí se replican.
Esto nos lleva a decisiones terribles, como fumar, no elegir la ensalada y, efectivamente, gastar ahora, en lugar de guardar para luego. Es algo programado bien hondo y hemos evolucionado así.
Eso sabotea constantemente el ahorro, un concepto demasiado moderno para la evolución, que avanza muy despacio.
No somos muy diferentes de los tiempos en los que vivíamos en cuevas sin agricultura. El mundo era cruel, los depredadores también y, pensar en el futuro, una tontería. Nos atiborrábamos a comer cuando conseguíamos algo y antes de que se echara a perder, porque a saber si podríamos cazar mañana o cuánto duraría el invierno.
Nuestro córtex prefrontal racional puede memorizar consejos y saber que es mejor guardar para mañana (al fin y al cabo, ya no suelen aparecer muchos depredadores cuando abres la puerta del metro), pero el resto de nuestra biología empuja poderosamente en la dirección contraria.
Como bien concluye Brad Klontz a raíz de sus trabajos de investigación en este campo:
«Estamos programados de forma natural para hacer las cosas mal respecto al dinero, es algo inherente a nuestra neurobiología... No estamos hechos para ahorrar para el futuro, ese es un concepto nuevo en nuestra evolución».
¿Cómo podemos mitigar este efecto?
Complicado, pero conocer esto ya es el primer paso.
Cuando tengamos que hacer elecciones de ahorro y gasto, ahora ya sabemos que hay una inclinación que nos manipula en esa última dirección. Este mero hecho ya hace que la consideremos, nos paremos un segundo y, con suerte, retrasemos la recompensa.
En otros casos, hay pequeños trucos psicológicos, pero lo cierto es que su efectividad es muy diferente según la personalidad de cada uno.
Como curiosidad, una de mis reglas principales es recordarme que el José Andrés de ahora está perjudicando al José Andrés del futuro con otro gasto inútil. Por eso, me repito una regla de oro durante mis decisiones: tratar de no fastidiar demasiado al José Andrés de mañana.
2. El contexto no está hecho para que ahorres
Como los economistas y similares conocemos esa inclinación anterior, ¿qué solemos hacer? Explotarla para que se compre más y a nosotros también nos paguen más.
Así, vivimos en un contexto de bombardeo masivo de anuncios que aprovecha el primer factor.
Hoy día, esto se ha refinado al máximo. He trabajado bastante en el campo tecnológico y he podido ver, por ejemplo, campañas de microtargeting que disparan con la precisión de un láser usando mecanismos de split tests, o pruebas constantes de diferentes anuncios, para ver qué funciona mejor y que gastes.
Al principio, no parecen demasiado efectivos, como en cualquier campaña. Pero después de unas cuantas miles de impresiones, y sin que tengas que hacer nada, el algoritmo averiguaba en horas quién hacía clic y a qué, afinando el tiro y mejorando la efectividad hasta dar miedo.
Y eso es la punta del iceberg.
En resumen, nos disparan con cañones para que gastemos y nosotros tenemos espadas de madera para defendernos, nuestros humildes consejos y estrategias de ahorro.
Vivimos en un entorno que empuja todo el rato en dirección contraria a ese ahorro. Además, en muchos casos, se añaden estrategias psicológicas de precio, o de pago aplazado. Ellas aprovechan que, en general, no se nos dan bien las matemáticas financieras, especialmente en un contexto de emoción alterada por el marketing de ese nuevo iPhone tan brillante.
¿Cómo podemos mitigar este efecto?
Complicado, no lo voy a negar. Luchamos a solas contra un montón de ingenieros del comportamiento, economistas y gente de marketing, a los que empresas poderosas como naciones pagan demasiado para que averigüen cómo podemos hacer clic en otro producto más o tenernos más minutos enganchados.
Apagar el móvil e Internet es apagar la vida social, pero no estaría mal hacerlo a menudo, aunque solo sea por los datos que avalan que recuperamos salud mental.
La relación entre una salud mental deteriorada y un comportamiento nefasto en el gasto y el ahorro está más que documentada, pero esa es otra Caja de Pandora que no hay tiempo para abrir.
Aparte de eso, se consigue lo principal: reducir los impactos publicitarios que disparan a la línea de flotación de nuestro ahorro.
Si no vamos a tirar el móvil por la ventana, al menos me gustaría recordar una de las técnicas que comenté cuando hablaba de consejos psicológicos de ahorro:
Si queremos comprar algo, no nos reprimamos (reprimir funciona poco en general), pero esperemos 72 horas sin ver anuncios, ni nada sobre el producto. Si, tras esos 3 días, el deseo o la necesidad siguen igual de poderosos, compramos.
Pero, en muchos casos, o se habrá diluido o ni siquiera la recordaremos.
En definitiva, podemos hablar de hacer un presupuesto, de cortar el crédito y el gasto con tarjetas, de volver al pago en efectivo, mejorar la cultura financiera o vivir dentro de nuestras posibilidades... Eso funciona, pero solo si lo aplicamos. El problema principal es que, muchas veces, esa aplicación práctica de los consejos es una batalla colina arriba, gracias a demasiados factores que juegan en contra de que ahorremos.