Los ERTE han sido la dinámica laboral de mayor influencia en los meses de la pandemia, ya que han sido una de las soluciones ofrecidas para tratar de proteger los puestos de trabajo porque, en este caso, la empresa se compromete a una vez superada la circunstancia de fuerza mayor, recuperar los asalariados con las condiciones laborales previas.
La empresa consigue una medida de flexibilidad para encauzar la reducción de costes laborales y no irse a la quiebra, el trabajador no pierde la perspectiva de seguir trabajando en la empresa y obtiene una prestación y, desde el punto de vista del Gobierno, los trabajadores en ERTE no figuran en los niveles de desempleo del país, son ocupados, por lo que el ejecutivo puede presentar mejores cifras relativas que si fueran contabilizados como desempleados.
Parece que todos ganen con los ERTE, y de ahí se derivan todas las prórrogas que estamos viendo, cuatro hasta la fecha, pero es una figura laboral presenta un lado oculto: la fuerte tensión experimentada en las arcas públicas.
Y no es para menos, se deja de percibir gran parte de las cotizaciones, bonificadas hasta el 80%, y se asume el coste de las prestaciones porque afrontan el 70% de la base reguladora del sueldo en los primeros seis meses y más adelante el 50%. Además el trabajador no consume paro por lo que esa prestación no se tendría en cuenta si finalmente el trabajador quedara despedido.
Pensemos que en abril de 2020 teníamos como perceptores de prestación contributiva por ERTE a 2.565.930. Y, en el mes de mayo, esta cifra saltó a los 3.390.788 beneficiarios, que fueron descendiendo paulatinamente hasta estabilizarse alrededor de un millón desde el mes de octubre hasta ahora.
Todos esos beneficiarios de prestaciones han supuesto un extraordinario coste. Inicialmente las estimaciones apuntaban a que se gastarían 6.000 millones de euros (estimación del Banco de España) y no, la cifra ha sido sustancialmente mayor. Desde abril del año pasado hasta hoy se habría gastado alrededor de 18.500 millones de euros.
Eso sí, el nivel más alto de gasto lo vimos en mayo del año pasado cuando las arcas públicas tuvieron que desembolsar 3.430 millones de euros en un solo mes. No solo tenemos lo que se gasta sino lo que se deja de percibir. En este caso las cuotas exoneradas habrían supuesto una pérdida de ingresos de 424 millones de euros.
No es que se haya gastado más porque se genera más "desempleo" sino que, bajo el ERTE, sus beneficiarios obtienen una mejor prestación que si estuvieran desempleados. Por ejemplo, en los tres primeros meses del año el gasto medio por beneficiario de prestaciones se situaba alrededor de 900 euros. Sin embargo, con la activación de los ERTE, en abril de 2020, el gasto medio subió a 1.074,48 euros en marzo del 2021 el gasto medio ya alcanzaba los 1.185,47 euros.
Ante los datos debemos preguntarnos si compensa o no compensa. Por un lado, es una medida de flexibilidad laboral, algo muy necesario en el mercado laboral español caracterizado por una alta rigidez por el elevado coste de despido y el blindaje de los contratos indefinidos. De haber asumido ese coste laboral, veríamos una estampida de quiebras en el tejido empresarial español, el desempleo estaría muy por encima de los 3,9 millones de parados y las rentas no se habrían mantenido.
Por otro lado, todas esas prestaciones se están cargando a la montaña de deuda pública (en un país con un problema de déficit público estructural) que supondrán más impuestos futuros. Además, nos hemos quedado estancados en ese millón cuyas prestaciones son mayores que la de los desempleados y no están consumiendo paro, por lo que, bajo el formato ERTE, serán unos "desempleados" más costosos para el sistema.