Japón presenta una de la macroeconomías desarrolladas más atípicas del capitalismo conocido. Algunos analistas llevamos años alertando sobre la insostenibilidad de sus cuentas públicas, sobre lo dramático de su pirámide poblacional, y sobre el sombrío panorama que muestra su sistema público de pensiones, que, al igual que el de España, es de reparto. Pero el transatlántico japonés se empeña en contradecir todos estos pronósticos, y año tras año sigue a flote allá por el Mar de Japón. No obstante, no echen las campanas al vuelo, porque ya saben los lectores de las páginas salmón que la economía es tozuda, y aunque a veces sus consecuencias tarden más de lo predecible en mostrar sus colmillos más afilados, la realidad se acaba imponiendo más pronto o más tarde.
Las divergencias que presenta la economía japonesa algún día acabarán pasando factura si en el país del sol naciente no dan un severo golpe de timón. No obstante, estas divergencias convierten a Japón en el campo de ensayos por excelencia de algunas políticas económicas que están en el candelero, y que se adentran en el terreno de lo desconocido: por ejemplo la renta básica universal o RBU. No se equivoquen, un servidor no propone a Japón como candidato para hacer impredecibles experimentos económicos: como abordaremos en el análisis de hoy, verán por ustedes mismos como el hecho es que Japón, lo quiera o no, inevitablemente va a acabar teniendo que experimentar por sí mismo con nuevas políticas económicas de las que se habla en todos los medios salmón.